lunes, 1 de agosto de 2016

Todos tenemos derecho a llorar


    Luisa estaba tan cansada, que su tercer bostezo ocupó casi toda su cara.
    Pedro, sentado a su lado e igual de aburrido, abrió también la boca tanto como ella. En medio de su bostezo vio como una lágrima de sueño caía por la mejilla de Luisa y otra estaba a punto de salir.
    –¿Puedo probar tus lágrimas? –le preguntó, casi emocionado.
    Luisa le miró extrañada.
    –Es que nunca he probado una lágrima que supiera a algodón de azúcar.
    –Mis lágrimas son saladas, como las tuyas –se rió Luisa.
    –No es verdad –se enfadó Pedro– mi padre dice que las niñas pueden llorar porque sus lágrimas saben a algodón de azúcar y los niños no lloran porque sus lágrimas son saladas.
    Luisa cogió la mano de Pedro y mojó uno de sus dedos con la lágrima que acababa de salir.
    –Pruébala –le invitó.
    Pedro se metió el dedo en la boca, convencido de que la lágrima sería dulce. Primero puso cara de sorpresa y después sonrió.
    –¡Somos iguales! –Pedro se sentía feliz–, qué tontería, lágrimas de algodón. Se lo tengo que contar a papá, ahora podrá llorar cuando quiera.